Cuando pienso en mi infancia en la calle Llobregós a principios de los años setenta, veo un barrio que, aunque ya formaba parte de Barcelona, el Carmelo, el Carmel, se sentía como un pueblo olvidado en la montaña. Vivíamos en un piso modesto que mis padres compraron en los sesenta, ya había bloques de pisos construidos en la zona, aunque casi todos eran muy modestos. La calle Llobregós no estaba asfaltada y, cuando llovía, el barro se pegaba a las botas y las calles pasaban a ser pequeños, y peligrosos, ríos. En verano, el polvo era insoportable. No existía alcantarillado completo ni alumbrado público digno y la recogida de basuras, por ejemplo, era poco eficiente. Sí había ratas, perros callejeros y otros «bichos» de la época.

En 1972,los vecinos empezaron a organizarse en el flamante Centro Social del Carmel, germen de la Asociación de Vecinos del Carmel, fundada ese mismo año en la calle Feijoo. Aquella asamblea de vecinos, celebrada en una vieja caseta municipal adaptada para reuniones, era el único espacio donde se debatían nuestras carencias: la falta de agua potable en algunos bloques, las malas conexiones de transporte y la ausencia de un centro sanitario cercano. Se reivindicó la pavimentación de calles, la construcción de alcantarillado y la llegada del autobús municipal hasta la parte alta del barrio.
Las protestas vecinales solían materializarse en exposiciones itinerantes y pequeñas manifestaciones por las calles polvorientas, como la Calle Llobregós, o Murta o Santuarios. En 1974, tuvo lugar la famosa muestra El Carmel ¡Ignorado!, donde se proyectaron imágenes de barracas hacinadas y de las zanjas abiertas sin terminar. Aquel año, los vecinos recorrieron barrio con pancartas que denunciaban la especulación inmobiliaria que levantaba nuevos bloques sin infraestructuras. El Ayuntamiento, presionado por las movilizaciones, prometió asfaltar tramos de calles y ampliar la red de tuberías. Sin embargo, para muchos, aquellas obras resultaron parciales y demoradas.
En cuanto al transporte público era inexistente. Los vecinos pedían que al menos subiera por Llobregós para salvar la temible subida de esa calle desde el mercado municipal, inaugurado en 1964. El transporte, salvo el 19 que subía por la calle Dante, se acababa en la Plaza Ibiza. Era común ver a ancianos subiendo y bajando calles para comprar pan o ir al médico. El túnel de la Rovira, proyectado en 1972 para unir el Carmel con El Guinardó, se convirtió en símbolo de la lucha: sabíamos que enlazaría el barrio con el resto de Barcelona, pero hasta su inauguración en 1987 ni el autobús mejoró realmente su recorrido. La llegada del metro en el 2010, y las líneas de autobús 66 y 67 en los años 90 fueron un paso importante para la conectividad urbana con el resto de la ciudad, pero como siempre, llegaron tarde y mal. Quien no recuerda el socavón del año 2005.
Otro de los problemas acuciantes era el barraquismo: en los sesenta y setenta aún sobrevivían más de 600 barracas en el Carmelo y zonas contiguas. Muchas familias vivían en chabolas sin agua corriente ni electricidad. La Asociación de Vecinos defendió que esas viviendas no desaparecieran sin realojo digno. En 1984 empezaron a levantarse los primeros “pisos verdes” para sustituirlas, pero ese cambio solo llegó gracias a la presión constante de las organizaciones y al impulso del cambio político tras 1975.
La participación de las mujeres del barrio fue fundamental: organizaron guarderías improvisadas, recogidas de firmas y charlas sobre salud pública en el propio Centro Social. Gracias a esas iniciativas, en 1975 se inauguró un pequeño consultorio médico provisional, aunque lejos de ser un centro completo. Aquellas madres, que unos años antes tenían que atender a sus hijos sin apoyos, consiguieron que el Ayuntamiento prometiera la construcción de un ambulatorio fijo, que no se acabaría hasta 2002. Durante todas esas décadas, la Asociación realizó campañas de alfabetización sanitaria y talleres de prevención que, con pocos recursos, marcaron un antes y un después en la conciencia vecinal.
Con casi sesenta años, camino por Llobregós y noto que, si bien hoy las calles están asfaltadas y hay escaleras mecánicas para salvar las pendientes, sigue arrastrando muchas carencias. A veces pienso en aquel niño de 10 años que veía las manifestaciones del barrio, pidiendo justicia urbana. La rambla del Carmel y el mercado funcionan, pero sigue siendo periferia: los servicios se saturan con rapidez y las inversiones a menudo llegan tarde o en forma muy parcial.
Este barrio es, al fin y al cabo, el legado de la lucha vecinal: cada adoquín colocado, cada farola encendida y cada autobús que sube un poco más arriba son el fruto de la presión popular de los setenta. Aún queda mucho por mejorar, pero esas memorias me recuerdan que el Carmelo fue ejemplo de voz colectiva y el esfuerzo de quienes, crecieron creyendo que un barrio digno se gana a pico y pala, no solo con decretos ni presupuestos.